En lo más alto del pueblo está el castillo, el Chateau de St. Germain, a priori, su principal atractivo turístico, por estar incluído en el Inventario Suizo de Bienes de Importancia Nacional. A pesar de sus casi 800 años conserva en sus estancias una perfecta recreación de la vida en el castillo siglos atrás. La exposición permanente de mobiliario, documentos, pinturas, vestuario, armaduras, etc. siempre se ve acompañada por otras temporales más modernas, como la que actualmente se puede visitar hasta noviembre, una colección más que interesante de esculturas del artista de Zimbabwe, Tuckson Muvezwa.
A pesar de que el pueblo, tiene ya buenas vistas, desde el castillo estas son muchos mejores. Lo primero que ves sin sacar la mirada del castillo es el jardín francés, que le da un toque bucólico a esta mole arquitectónica. Pero al alzar la vista, a un lado tienes la campiña y el valle, y al otro lado los Prealpes representados en primer plano por el Dent de Broc, justo encima del pueblo homónimo, y acompañado por su mellizo, el Dent de Chamois. Si te atreves, hay rutas para llegar a su cima.
Hasta aquí, puedes pensar que es como cualquier otro pueblo que tenga castillo y tenga buenas vistas. Pero hay dos puntos que esos otros pueblos no van a tener por muy afortunados que sean. El primero, el Museo del Tíbet, está situado justo a la entrada del Castillo. Su propietario, ha aprovechado una pequeña y antigua capilla para mostrar miles (literalmente) de figuras, sobre todo budas, que ha ido coleccionando a lo largo de su vida y sus viajes. Los más espirituales se van a sentir bastante cómodos en la penumbra y el recogimiento de este lugar.
El otro punto a favor, lo que no tiene ningún otro pueblo, con castillo o sin él, con vistas o no, es el Museo H.R. Giger. Desde de la entrada, donde te da la bienvenida una escultura de un arma cuyas balas son niños, ya es desconcertante. Las taquillas para la venta de entradas, con forma de pseudoesqueleto animal ya te dice que este sitio no es un museo normal. Aquí el artista creador del monstruo extraterrestre protagonista de la saga Alien muestra sus creaciones, no sólamente aquellas relacionadas con Alien, sino diseños para otras películas, como Species, o el trono Harkonnen diseñado para Dune. Si bien es cierto que la mayoría de sus visitantes lo son por los diseños cinematográficos de Giger, aquí hay un recorrido por toda su obra y, por suerte, sin ninguna censura, puesto que es él quién decidió que este lugar era el mejor sitio para su museo. Puedes caer en la facilidad de irte pensando que este señor era un depravado o un loco. O puedes irte pensando que toda su creación está desprovista de cualquier autocensura humana. Repitiendo sin cansarse cuerpos de mujer desnudos, genitales tanto femeninos, masculinos o de monstruos imaginarios y salpicando todas las paredes, cábezas de niños formando mosaicos. Todo enmarcado dentro de un imaginarios futuristas urbanos, con ferrocarriles y rascacielos imposibles. No le des muchas vueltas, sólo por ponerte cara a cara frente al muñeco original de Alien o escuchar disimuladamente los comentarios de los visitantes ante tal colección surrealista de “depravación” o imaginación, merece la pena la visita. El resto ya depende del gusto o entendimiento de cada uno.
Eso sí, si no has tenido suficiente dosis “gigeriana”, justo enfrente del Museo y completando la visita, está el Bar HR Giger, diseñado de pies a cabeza por él. Las bóvedas simulando columnas vertebrales de cualquier engendro imaginado por el artista imponen respeto nada más entrar. Y de nuevo, una y otra vez los cráneos de niños que se repiten formando un patrón que no te deja indiferente. Piénsalo, la oportunidad de tomarse una cerveza sentado en el trono de Dune no ocurre todos los días.
Para volver a la normalidad, después del Bar-Museo de Giger, lo mejor es bajar por la Rue du Burg y sentarse en cualquiera de las terrazas de sus restaurante a comer o a cenar. Tanto para una u otra cosa cualquiera de ellos te dará un servicio exquisito, ofreciéndote carnes y pescados de la región. Pero qué mejor que degustar una fondue de quesos. El mejor sitio es Le Chalet, además de ser especialistas en este plato, todo el restaurante es de madera, al estilo, como su nombre indica de los típicos chalets suizos. Te dirán, y te dirán bien, que acompañes la fondue con vino blanco, pues es necesario, para hacer bien la digestión y no pasar una mala tarde, acompañar este manjar de los dioses (uno, que es quesero, no puede definirlo de otra manera) con cualquier bebida que tenga una graduación alcohólica de media a alta. Eso sí, ten cuidado, no sea que en el empeño por seguir este preciado consejo, acabes rodando colina abajo y duermas la siesta al lado del cencerro de una vaca. Y a lo mejor, cuando despiertes, no seas capaz de explicar por qué estabas soñando con un alien comiendo queso suizo.
Que precioso pueblo! Se me hace la boca agua con una buena fonde de queso!